29 jul 2013

Un cigarro a la sombra de los tamarindos de Tamariu

Tengo comprobado que para fumar un buen habano Partagás hay tres lugares del planeta con una higrometría ambiental privilegiada: el malecón de La Habana, la rambla del Poblenou barcelonés y la sombra de los tamarindos de Tamariu. Para más garantías, dado que el alma de los puros Partagás puede ser voluble, los compro en casa Nisso, la mejor cava de cigarros del hemisferio norte, que es el Estanc del Mercat, en Palafrugell, bajo el amable y avisado consejo de Joan López o de su hija Lina. Y acto seguido me dirijo a Tamariu. Los tamarindos del paseo marítimo de Tamariu son unos arbolitos enclenques, aparentemente insignificantes, de una envergadura
negligible al primer vistazo. La mayor parte del año se presentan como esqueletos roídos por el salobre, pero a finales de primavera sus ramas se permiten una subida de sangre, florecen y alcanzan a formar una copa capaz de ofrecer amable sombra ventilada en determinados bancos del paseo del pueblito marinero ampurdanés.
Esos bancos son mi humilde y particular paraíso terrenal para fumar un habano Partagás a orillas de mar, tras almorzar o cenar el pescado del día en casa Adela. Se trata de un humilde paraíso terrenal desmarcado de los lujos de talonario, que a mi me refractan. Haber logrado que un espacio público alcance el carácter de humilde paraíso terrenal constituye el mérito en que tengo depositada mi complacencia desde muchos años atrás, pese a los altibajos registrados por el lugar y por mi.
Tamariu es el ombligo de mi pequeño mundo, un lugar en que puedo sentirme feliz sin más necesidad que un bañador, o a veces ni siquiera. Practico aquí mis rituales, los de verano y los de invierno. Ambos pasan de entrada por la mesa de casa Adela y requieren un bagaje reducido: los lentes de sol, la petaca de habanos y la libreta de apuntes. 
Después de almorzar o cenar salgo al recoleto paseo marítimo, me siento en un banco y enciendo el habano para contemplar el fabuloso espectáculo del mar detrás de las volutas aromáticas del último tabaco elaborado a mano, del último canuto suavemente alucinógeno todavía legal. En invierno, los bancos dispuestos bajo los tamarindos de Tamariu dejan triunfar un sol acariciante, cálido, amistoso. En verano brindan una sombra aireada.
Durante la horita que dura mi acto carnal con el cigarro Partagás veo pasar y saludo a algunos amigos y conocidos, generalmente los mismos. Suelen fijarse en mi habano y en mi bolígrafo en acción, aunque ya no creo que les extrañe. Todos ellos y yo formamos parte del paisaje que amamos. A veces mi cigarro se encuentra en un estadio inicial que debe parecer ostentoso, pero si los amigos y conocidos pasan de nuevo al cabo de un rato, lo ven transformado en colilla que sigo chupando con el mismo amor o tal vez más, ante la inminencia del final de nuestra relación sentimental. Los amigos y conocidos no hacen más que pasar. Me gusta que nos saludemos, sin embargo el interlocutor estable es el mar de enfrente, que no saluda ni habla, pero se expresa mucho más que nosotros. 
En verano, cuando mi Partagás se extingue sin remedio, me acerco poco a poco hasta el agua cóncava de la cala y me zambullo en un intercambio de fluidas caricias, con una sensación claramente placentaria, uterina. Después voy a dormir el almuerzo o la cena y, entre los efluvios fluorados del dentífrico, sueño todos los sueños que he vivido al pie de los tamarindos de Tamariu. El día que decida pagarme y dedicar más tiempo a un gran formato Lusitania de Partagás de 16,50 euros comprado en casa Nisso en vez de un Super Partagás de 5 euros, quizás veré a la sirena y empezaré a escribir una novela al pie de los tamarindos de Tamariu.

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