12 ago 2013

Algunas puestas de sol para aplaudir

El sol sale para todos. También da lugar para todos a crepúsculos que, algunos días, son el gran momento del espectáculo sin taquilla del cielo. En Barcelona el sol transpone por la colina de Sant Pere Màrtir y, cuando vivía en un piso alto encarado a poniente, dejaba cuanto estuviese haciendo para embelesarme ante aquellos instantes de luz muriente y al mismo tiempo triunfal, cuando el día no se convierte en noche sino en atardecer iluminado, culminante, de un palpitante color de calabaza. No aplaudía, porque eso queda
reservado al crepúsculo de los dioses en algún  lugar de renombre, elegido para congregarse con esa finalidad por un criterio de prioridades generalmente irrebatible: el balcón de los jardines del Pincio en Roma, el malecón de La Habana, el Corcovado carioca, el paseo marítimo de Málaga o La Caleta de Cádiz, el mirador de San Nicolás granadino frente a la Alhambra y Sierra Nevada, algunos chiringuitos de playa de Mallorca (el Mirador de Sa Foradada, en Deiá), de Ibiza (el Café del Mar o al lado el Café Mambo) o bien el Caprice Bar de Mikonos, la laguna rosellonesa de Leucata como platea trémula del macizo de las Corberas, en Saldes ante el Pedraforca, en Salardú ante el Montarto, en Meranges ante la sierra del Cadí, en el Fangar del delta del Ebro o en la playa de Roses, la única que no da la espalda a la puesta. Donde la aplauden más es en los chiringuitos de Ibiza, aunque tengo la impresión que el público y los disc-jockeys ya llegan con la euforia puesta.
Dicen los cronistas latinos que las primeras legiones romanas que llegaron al Finisterre ibérico se estremecieron, víctimas de un “religioso terror”, al ver el disco solar hundirse en las oscuras aguas del Atlántico. Josep Pla escribe que cuando los pintores Santiago Rusiñol y Joaquim Mir se encontraban en Mallorca acudían a contemplarla juntos desde el Castell del Rei, en Pollença. “Un día que la puesta no les gustó, la silbaron”, asegura.
Julio Cortázar confiesa en el cuento “Un tal Lucas” que de haber sido cineasta se dedicaría a cazar crespúsculos y pondría en ello la misma exigencia que con las palabras, las mujeres y la geopolítica. Los norteamericanos de la revista Travelers Digest invirtieron los dólares necesarios para recorrer el mundo y fotografiar las diez mejores puestas de sol a su entender: en el Taj Mahal, en Ciudad del Cabo, en la isa de Sentosa (Singapur), en Santa Mónica (California), en les pirámides de Gizeh, en la playa de Ipanema, en el Grand Canyon del Colorado, en las Maldivas, en Santorini y en el Serengueti (Tanzania). Es una jerarquía discutible.
Yo sigo eligiendo, por lo general, el tramonto en el belvedere del Pincio y el de la modesta colina barcelonesa de Sant Pere Màrtir, que solo en esos instantes, tan cotidianos, alcanza la grandiosidad merecida.

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