27 ago 2013

Defensa tardía del carácter plano de Bruselas

Al ingresar España en la Unión Europea, la nueva etapa me encontró sin vocación de prolongar mis ocho años de residencia en Bruselas. Marché y a partir de entonces me lo he mirado a distancia. Agotados los placeres de ciudadano europeo de primera hora, me formulé la promesa de no volver a escribir nunca más sobre excedentes de mantequilla, aranceles sobre las exportaciones de avellanas o precios de intervención del acero laminado. El arranque me impidió acceder al Edén europeo desde dentro de la codiciada jerarquía de eurócrata de escalafón. Dejé el sitio a recién llegados más ilusionados. Poco después la Comisión Europea anunció la decisión de abandonar su sede bruselense del edificio Berlaymont por
obras de restauración a fondo. La noticia me turbó. Yo había debutado como corresponsal de prensa en ese edificio y ahora descubrían que el mastodóntico nido de eurócratas estaba minado por el amianto utilizado en su construcción como aislante y prohibido más adelante por la normativa europea debido a peligros cancerígenos. Entre las noticias sobre el cierre durante unos años del Berlaymont no encontré ninguna defensa sentimental escrita por alguno de los miles de funcionarios o periodistas que dejamos en él una parte de nuestra vida profesional y de la salud de nuestros pulmones, ya sea por los resfriados de fuera o el amianto de dentro. La indiferencia ante la suerte del inmueble me llevó a bascular entre dos dudas: la Europa comunitaria tiene un corazón demasiado duro o bien demasiado frío. 
Abandoné Bruselas con la sensación de que la ciudad no despierta adhesión, estima, fraternidad, enraizamiento. El confort de sus servicios es admirable, sólido y resolutivo, aunque de pura conveniencia utilitaria. Me alejé sin haber intimado ni manchado el paisaje, como un vulgar funcionario europeo. Nunca adiviné pruebas claras da afecto hundidas en la tierra, pese a que el beneficio de la duda me pareció durante ocho años seguidos una almohada deliciosamente mullida. Tan solo me di cuenta más tarde. He tardado en admitir la existencia de un subterráneo afecto, un poderoso atractivo bruselense pastado con elementos distintos de los que configuran el encanto de otras capitales. El aire conmiserativo con que se suele considerar a Bruselas y Bélgica en general por el infortunado clima atlántico, por la corta y tortuosa historia nacional o por el encajonamiento entre países de imagen más poderosa, esconde en realidad la envidia que despierta su confort utilitario, desprovisto de la losa de las grandes potencias y los grandes sentimientos. 
En Francia siguen riéndose de que en francés de Bélgica digan “setenta” y “noventa” en vez de “sesenta-diez” y “ochenta-diez” como ellos, que les parece la única manera inteligente y correcta de decirlo. No resultó fácil a los belgas consolidar a partir de 1830 la personalidad del diminuto país como Estado independiente, integrado por una mitad de habitantes que forman parte histórica y lingüística del país vecino del sur latino y otra mitad que derivan del país vecino del norte germánico. Lo han conseguido sin grandes ilusiones. Se pelean entre ellos, entre flamencos y valones, pero son disputas de patio interior. Suponiendo que haya entendido algo. 
La “belgitud” es delgada como un papel de fumar, el “belguismo” resulta inimaginable. Pertenecer a un país que no representa nada en especial, que posee una identidad y un pasado difusos y unas fronteras reconocidamente artificiales puede llegar a constituir el estadio supremo de la condición de ciudadano libre, la felicidad de la adscripción nacional light, la superación de la idea exasperada de patria, la soñada ingravidez del Estado como pura entidad administrativa. 
Ahora Bruselas ya no me parece la capital de un país encogido y acomplejado, sino una parcela de la morne plaine del Brabante que utiliza las condiciones recibidas con un espíritu práctico desprovisto de grandeza imperial, de horizontes oceánicos, de elevados designios. El llano país ha convertido la imagen plana, el carácter plano, en una comodidad. El proverbial “malestar belga” solo se experimenta cuando se desea más de lo que las condiciones permiten esperar. En ausencia de tal desazón, el lugar inspira apenas una extrañeza fruto de la inadaptación de las ilusiones propias al aburrimiento natural o, más probablemente, de la inadaptación de las veleidades del ser humano a un confort tan monolítico y fijo. 
Tal vez sea cierto que la claridad del cielo tombal belga es de un gris desteñido por la humedad enquistada, que la atmósfera carece de acento agudo y relieve marcado, que el tono vital tiende a una solemne melancolía, que los resortes psicológicos del carácter nacional aparentan una falta de ritmo, emoción y transposición mítica. Quizás sí. En un momento dado algunos ilusos hemos sentido en Bruselas la tentación del sol, la pasión del cambio, el interrogante del movimiento. Entonces nos hemos convertido en víctimas predilectas del “malestar belga”. Esa inadaptación a la condición de anacoretas de lujo ha sido culpa nuestra, no del país. 
El mundo sería invivible si todos tuviéramos fuego en las venas y nos sintiéramos ungidos por los mejores ingredientes de la naturaleza. Los belgas juegan un papel ingrato de aguados. Lo primero de esta vida que no les entusiasma son ellos mismos y se trata de una opción inteligente, destinada a integrarse sin traumas en les condiciones del hábitat. La languidez se convierte en una manifestación de amor a una tierra en que constituiría una cruel deslealtad pretender alcanzar ninguna cima. 
Conocí a numerosos belgas, empezando por mi hija mayor, dispuestos a sostener con absoluta sinceridad que allí no llueve mucho y que el sol luce casi como en todas partes. Necesité largos años, pero ahora entiendo que mi extrañeza ante la mayoría de manifestaciones del carácter belga era el retrato de una situación elemental como sus contornos, de una simplicidad que se me escapaba. Hubiera bastado con admitir el despojamiento del esquema, sin más presunciones ni elevaciones dictadas por un anhelo de complejidad. Nunca entendí lo que había por entender. Solo más tarde he comprendido que no era nada. Los belgas han alcanzado antes que nadie la pureza del vacío sobre aquella gran llanura afótica del alma, la ataraxia del llano país, el suyo. Los abandoné sin enterarme.

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