7 ago 2013

Elegía sentimental del color de Roma

La gama de tonos ocres del intonaco o estuco de yeso pigmentado que reviste las fachadas del centro barroco de Roma se acerca mucho a la de la piel humana bonceada y viva. Más que una simple técnica de revestimiento, el intonaco es un arte secular de subrayar la belleza y acentuar su efecto de atracción, un maquillaje que pone de relieve la relación trabajada con el buen gusto. Mediante el intonaco Roma muestra la sabiduría de ejercer el encanto, empezando por la primera impresión más aparente, que debe saber apreciarse de cerca y si puede ser desde dentro, con el coraje del osar poder y el punto de presunción que comporta. Cualquier confluencia humana con la belleza suele resultar esforzada, a cambio de unos
instantes volátiles. A la realidad no se le puede pedir más. A veces se deja poseer, si se la ronda con habilidad y constancia. En el fondo ella también lo desea y sola se aburriría soberanamente. Su pose altiva encubre el deleite de ser contradicha, siempre que el interlocutor sostenga alguna oposición capaz de tentarla. A la realidad se le debe hacer el caso justo, porque representa la mitad de cada hecho. La otra mitad es la visión del hecho por parte de cada uno, sin lo cual la realidad sería de una vulgaridad tremenda. Así, pues, el estucado romano dista mucho de ser una simple técnica de revestimiento.
El color exterior de la Roma barroca protagonizado por el intonaco ha constituido un leitmotiv de los esfuerzos descriptivos de los escritores, sobre todo los más enamorados de la ciudad, como yo mismo. Ante el desarrollo del leitmotiv por escrito, muchos se han declarado impotentes. Escribir no puede describir todas las sensaciones. Un bolígrafo no será jamás un sexto sentido, no alcanzará nunca la elocuencia del ojo, del corazón, del labio, de la yema de los dedos, del cerebro, del sexo despierto, de la intuición, del deseo. No lo alcanzará nunca y debe empezarse por ahí. 
Escribir es un sucedáneo cojo de lo visto, sentido, palpado. Precisamente por eso el color del estucado de las fachadas barrocas de Roma es el símbolo de la belleza de la ciudad, porque conserva con más orgullo y eficacia que ningún otro elemento la riqueza de lo inexpresable y al mismo tiempo comprobado, la supremacía de lo vivido sobre lo escrito. Algunas bellezas se resisten a dejarse escribir, porque el trato que creen merecer por parte de quien pretenda cortejarlas debe ser más emprendedor que una simple técnica de revestimiento, ya sea el estucado o la literatura. Contra el esquematismo de quienes sostienen que una imagen vale más que mil palabras, aquellos que hicimos del escribir un oficio sabemos que una palabra puede sugerir mil imágenes, con suerte. Puede sugerirlas, aunque difícilment puede describirlas. 
¿Qué significa sugerir? Es una palabra demasiado literaria, dudosa, aleatoria. Los profesionales nos hemos equipado de palabras comodín para los momentos de dificultad, con lo cual damos una imagen de soplagaitas, aquellos que el lenguaje general califica de románticos para designar una especie que no toca mucho con los pies en el suelo. Desconfío del concepto literario de sugerir aplicado al color de Roma, me parece una pendiente inclinada a la quincallería. 
La gracia del intonaco de las fachadas barrocas romanas radica en la gama de tonos y en su envejecimiento natural al contacto con el aire. El intonaco sabe envejecer embelleciendo. Es una materia viva que digiere la humedad y la luz, que incorpora el paso del tiempo y hace de ello un mérito, una progresión hacia la plenitud. Resulta difícil encontrar más que en Roma ese sabio uso de la volubilidad del ocre como atmósfera urbana, esa paleta de tonos emparentados y distintos, del rojo al pajizo, con las diferentes intensidades del tostado, matizados por la claridad de cada segmento del día. La prodigiosa gama del ocre ha abandonado en Roma la noción empírica de color y se ha convertido en un estado de espíritu, una calidez ambiental, la carne de esta ciudad tan bella y tramposa.

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