2 nov 2013

El afecto y respeto a nuestros muertos en el viejo cerco del cementerio

Ayer por la mañana a primera hora fui al cementerio para recogerme ante el nicho de mis padres. Lo hice por afecto, aunque sobre todo por respeto. Me sigue pareciendo discutible mantener la vieja manera de enterrar a los muertos, una tradición propia de siglos reculados, cuando aun no se había inventado la higiene. El afecto y el respeto por nuestros difuntos no necesitan manifestarse ante esas murallas de osarios, sin hablar de las macabras maniobras a las que tuvimos que asistir los familiares en el momento de la inhumación, para aumentar nuestro aflicción. Cada año recibo el puntual justificante bancario del arrendamiento del
nicho y no puedo prescindir de pensar en la incomodidad del lugar, para ellos y para mi. Tal vez deba reconsiderar la vieja noción de respeto que me ha llevado una vez más ante el nicho de mis padres, como una tradición encadenada a ese tipo de inhumación y al calendario ritual. Estoy convencido que mis hijos lo resolverán sin dificultad.
Las incineraciones han aumentado mucho los últimos años, ya representan en Barcelona el 40 % del total y progresan a un ritmo continuo. Sin embargo la capacidad de complicarse la vida es infinita y ha aparecido un nuevo problema, la contaminación provocada por la cremación, las cenizas y las urnas cinerarias no biodegradables lanzadas por los familiares al mar o en algún lugar amado de la montaña, en ausencia de normativa reguladora sobre tales vertidos como en otros países europeos. Calculan que solamente el 15 % de las urnas acaban en los columbarios de los cementerios, mientras que la mayoría son diseminadas en la naturaleza. Las cenizas queman la flora por su exceso de fosfato y las urnas aparecen en las playas arrastradas por la corriente. Cada vez que dragan el puerto de Barcelona recogen del fondo entre 300 y 500.

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