31 dic 2013

La doble cara de las esquinas de Washington

Llegué la primera vez a Washington con la avidez de entrever con mis ojos algún mecanismo interno de la capital de la primera superpotencia. También llevaba la convicción de que difícilmente lo conseguiría, por las incontables capas superpuestas que con toda seguridad debían revestir y sofisticar al núcleo del imperio. Mi sentimiento se reveló equivocado desde el primer instante. Instalado en el hotel, salí a dar una vuelta inicial de reconocimiento por el centro urbano. Observé en las calles las idas y venidas apresuradas de los lobbystas y sus secretarias, todos de una elegancia media fácilmente apreciable. En una tienda de gadgets
compré una insígnia de solapa, que conservo, con la inscripción: “Use your head, little things count”.
La tarde oscureció con rapidez y, en las calles, el ballet de lobbystas y sus secretarias terminó de golpe. Las horas siguientes las pasé descansando en el hotel, aunque la impaciencia por absorber más escenas washingtonianas me empujó a salir a cenar por los alrededores. Entonces tuve la visión percutora del mecanismo interno, del núcleo del imperio. Aquellas mismas calles que los lobbystas, sus secretarias y yo acabábamos de recorrer a la luz del día, se veían tapizadas ahora en cada esquina por prostitutas de piel negra a la espera de clientes.
Eran exactamente las mismas calles del centro, pobladas por usuarios completamente desiguales –desigualados—con apenas un par de horas de diferencia. Las calles del centro no ocultaban las apariencias opuestas, la capital del imperio poseía de hecho dos núcleos y los mostraba sin rubor en las mismas esquinas. 
La demarcación municipal de Washington cuenta 600.000 habitantes, el 70 % negros. Los barrios residenciales de los blancos en el área metropolitana han rebasado los límites del pequeño distrito de Columbia para solaparse sin discontinuidad con los de Virginia y Maryland, y cuentan más de 3 millones de habitantes. También viven aquí el presidente de Estados Unidos, los ministros, 450 diputados, 100 senadores, 30.000 empleados federales, 30.000 diplomáticos, 3.000 periodistas y 80.000 lobbystas dedicados profesionalmente a influir sobre todos los oficios anteriores. Deambulan 17 millones de turistas al año, sobre todo norteamericanos en peregrinaje a los escenarios, memoriales y museos de la historia del país que han aprendido en la escuela, atraídos por aquella reverberación del orgullo nacional que deben tener las capitales oficiales. 
Cuando miro la chapa de solapa que compré con la inscripción “Use your head, little things count”, algún mecanismo de la memoria me lleva a recordar las dos palabras “Hey, honey!” que me dirigían invariablemente las prostitutas del anochecer en cada esquina de Washington, con una caída de ojos, como una jaculatoria piadosa. En cambio, las palabras de los lobbystas y sus secretarias las he olvidado sin remedio.

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