23 dic 2013

Roma, el vínculo afectivo con la gran belleza

Desde el propio título, la película La grande bellezza constituye un homenaje a la ciudad de Roma. El impacto que causan las imágenes no es ajeno al enraizado vínculo afectivo, al inconsciente lazo maternal que los espectadores del film mantenemos con la Urbe, con el palpitante caput mundi de nuestra cultura. Cualquier latino tiene dos capitales, la suya y Roma. Algunos lo detectamos, lo practicamos, lo gozamos. Muchas secuencias de la película se adentran por caminos particulares del director, pero la línea contínua del escenario urbano que elige se alza como un tributo a la fascinación indecible que ejerce la
monumentalidad histórica y al mismo tiempo plenamente actual, cotidiana y viva, vivísima, de Roma. Muchas capitales de antiguas civilizaciones son hoy yacimientos arqueológicos separados de la vida corriente, Roma no.
El vuelco de mi adicción romana se produjo el día en que puse los pies por primera vez en la institución llamada Stampa Estera, la asociación de corresponsales extranjeros situada entonces en Via della Mercede nro. 55, junto a Piazza Spagna. Cualquier capital estatal un poco moderna cuenta con un centro de prensa internacional puesto a disposición de los corresponsales para que trabajen entre sus paredes o hagan vida aparentemente laboral. La similitud de Stampa Estera con otras instituciones similares que pude conocer por el mundo consistía en la importancia de la sala del bar, auténtica rótula de articulación del movimiento humano de estos centros de trabajo. En el bar se sepultaban las horas más numerosas, se cocían y enfriaban las informaciones (con frecuencia la ausencia de informaciones) y se preparaba la escritura de la crónica de ambiente bien informada, tras la lectura de la prensa local y el cambio de impresiones con el barman, tal vez con algún colega en caso de acentuada necesidad o algún vago interlocutor telefónico los días de mayor compromiso. 
La diferencia de la Stampa Estera romana era que su bar ofrecía a precio consorciado un amaro más sedosamente euforizante que la cerveza o el whisky del resto del mundo, unos platos de pasta asciuta perfumados como en ninguna otra parte y una atmósfera de confort presidida por grupos de butacas muy tentadoras. En pleno centro de Roma, era el punto ideal para librarse al periodismo de café (más aun en la versión italiana, provista de una voluta retórica acreditada). 
La pena fue no adaptarme al periodismo de café por pura inconciencia y olvidar la sentencia de Madame de Staël en el libro Corinne ou l'Italie: "Roma es el lugar más agradable para todos aquellos que ya no tienen la ambición ni la posibilidad de jugar un papel en el mundo". Mi carácter inquieto reaparecía a la superfície y rompía el sabio equilibrio medioambiental. Yo preguntaba, exploraba, indagaba, proponía... La mayoría de interlocutores me escuchaba como quien oye llover, convencidos de la ingenuidad de mi sistema de vida y la fortuna del suyo, instalados en uno de los destinos más agradecidos si se pone la dosis necesaria de adaptación, astucia y confianza en el inevitable curso natural de ls cosas. Sin embargo, a veces aparecía algún iluso dispuesto a creer temporalmente en el interés de mi actitud. 
Tras varias estancias en Roma, discusiones y paseos, Rossend Doménech aceptó la propuesta de escribir entre ambos un libro sobre esta ciudad en que él vivia desde tiempo atrás como corresponsal de prensa. Lo aceptó con una frase de su cosecha que establecía la síntesis entre mis explicaciones entusiastas y su percepción de la propuesta. Extrayendo por un instante el humeante cigarro toscano de la comisura de los labios, con un ojo medio entornado por los efectos del humo, exclamó:
-- ¿Sabes qué? Tu le pondrás el ethos y yo le pondré el pathos.
Me pareció una rúbrica de nuestro acuerdo digna de cualquier lápida marmórea romana. Rossend pretendía decir --supongo-- que yo le pondría más entusiasmo como visitante regular, mientras que él lo matizaría con los inconvenientes de una capital vivida de forma cotidiana. Han pasado muchs años y recuerdo con exactitud el instante y el sonido de aquella frase bautismal en el bar de la Stampa Estera, tal vez con el añadido de alguna grappa, antes de que Rossend descubriese que el consumo de grappa perjudica la próstata y que escribir libros constituye una auténtica lata. En cualquier caso, el nuestro se publicó en 1986 con el título Roma, passejar i civilitzar-se, y se reeditó en 2000. 
El proceso de elaboración a cuatro manos resultó laborioso en documentación y horas invertidas, aunque sencillo en cuanto al sistema de trabajo. Se trataba de reproducir lo que ya habíamos hecho previamente de forma espontánea: charlar y pasear. Me escapaba de Barcelona a Roma con regularidad, trabajábamos sobre el terreno, redactábamos cada uno por su cuenta los capítulos acordados y a continuación intentábamos armonizarlos. 
Rossend me alojaba en su casa, un amplio piso con ventanales asomados a las vistas del Monte Mario. Solíamos hacer balance alrededor de la mesa de la cena, que cocinaba él, con frecuencia a base de spaghetti a l'aglio, olio e peperoncino. Los preparaba con una minucia y un resultado que no he encontrado nunca más. La receta, aparentemente tan sencilla, se convertía en manos de Rossend en un trabajo de orfebre. Además de la calidad de las materias de base, pretendía que los dos trucos esenciales consistían en partir pacientemente con el cuchillo sobre una madera las minúsculas semillas de la guindilla para que desprendieran su mejor sustancia y, acto seguido, utilizar para el perfume final un queso de caciotta rayado al instante. Tampoco he vuelto a encontrar nunca más aquellas caciotte, pese a los reiterados esfuerzos. Los copos de nieve láctea eran rayados por Rossend con infinita paciencia mientras hervía el agua de la pasta, elaboraba el sofrito con el condimento a fuego lento y pasaba los spaghettis al dente un último instante por la sartén. ¡Ah, sabor y aroma del cielo de las pequeñas cosas! Mi recuerdo más claro y añorado son aquellos copos de caciotta, después de la cantidad de horas invertidas en escribir el libro y las décadas transcurridas. 
Si teníamos que cenar fuera, yo insistía en ir Da Pierluigi, en el barrio de Piazza Farnese y Via Monserrato, tan acogedor por la noche sin el ruido del tráfico diurno, sin los coches, los motorini, los tenderos ni los turistas. Via Monserrato y Piazza Ricci, donde se encuentra Da Pierluigi --en realidad la placita no es más que un codo de la calle--, están exactamente igual que hace siglos, flota la misma atmósfera nocturna calmada a dos pasos del desbarajuste de Campo dei Fiori. 
Aquí aprendí a bajar la voz para escuchar el murmullo de las dos fuentes de Piazza Farnese, las dos monumentales bañeras barrocas de granito situadas ante la fachada del palacio que ahora es la embajada de Francia (fachada copiada en ell Palau de la Generalitat barcelonés) y que después del horario de oficinas se convierte en un de los puntos más silentes y abrigados del centro histórico. Me enseñaron a amar el silencio nocturno de Piazza Farnese cuando salíamos entusiasmados de cenar en la trattoria Da Pierluigi, a disminuir el volumen y bajar el tono para saborear aquella calma urbana, para palparla. No siempre nos podíamos contener ante la tentación de librarnos a carreras juguetonas alrededor de las dos bañeras barrocas, alborotados por la euforia de poseer a Roma, de haber cenado muy bien y haber sostenido una larga sobremesa acompañada con la grappa de la casa. 
Sigo llevando cada nuevo acompañante a las mesas de esta trattoria y sigo saliendo eufórico como el primer día, mientras pueda volver a encontrar en el camino de regreso el silencio de Via Montserrato y el murmullo nocturno del agua en las dos bañeras barrocas de Piazza Farnese. Muchas cosas han cambiado, solo quedan intactas Via Monserrato, Piazza Farnese y alguna ilusión mía muy diseminada, pero real. Regreso en homenaje a aquellas carreras nocturnas juguetonas de décadas atrás alrededor de las dos bañeras barrocas incólumes de Piazza Farnese, eternas como Roma, poseidas por el amor del recuerdo. Par tibi Roma, nihil cum sis prope tota ruina. Nadie como tu, Roma, aunque no seas más que ruinas. La gran belleza.

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