29 may 2014

El macizo del Canigó visto como reactivo de las fuentes del deseo

El pico del Canigó posee unos atributos de altitud moderados. No alcanza la condición de un “tres mil”, ni siquiera los 2.900 metros del Carlit, el Puigmal, el Comapedrosa, el Puigpedrós... Su grandeza no se basa en las cifras, sino en la percepción visual de un macizo que se levanta solitario entre los dos grandes llanos del Ampurdán y el Rosellón, a proximidad del Mediterráneo y de las rutas de comunicación que lo flanquean. Uno de los principales observatorios de esa atracción es, actualmente, la autopista que sigue el mismo trazado que la Vía Heráclea y la Vía Augusta. La comparecencia del macizo alegra la visión del paisaje desde la altura de Maçanet de la Selva, al azar de las curvas de la ruta y la meteorología del día. En verano los colores grises,
azulados o morados de la geométrica mole montañosa, apenas nimbada por una gasa de bruma, son de una elegancia suntuosa. En invierno, el brillo de la nieve excitada por el sol otorga al macizo un fulgor diamantino, una vitalidad anímica sin tara. La aparición del Canigó magnifica el horizonte, lo incentiva, lo aproxima, lo evidencia, actúa como un reactivo contra los días espesos, los sentimientos nebulosos y los cielos achicados. 
La aparición del macizo en el escenario depende de la tramontana, que baldea la transparencia de la atmósfera. La luz jubilar de tramontana es quien hace comparecer al Canigó en el horizonte. Acostumbran a ser días gratificantes por su dibujo del color de las cosas, unos colores secos, tónicos y abrillantados en que la claridad excitada del aire invita a palpar la turgencia de las formas, al menos entre quienes tenemos propensión a mirar el mundo de vez en cuando con el temblor inocente de la ternura.
Esos días de luz excepcional logran que manen de nuevo las fuentes del deseo. No generan por sí solos el sentimiento de felicidad, pero de algún modo lo intuyen, lo huelen. Son días escasos en que el paisaje tiene la desvergüenza de dejarse mirar como el pequeño parnaso posible de un cuadro de Tiepolo y fomentar la salivación pavloviana de posesión de las cosas, la ilusión de mirar el cielo lavado y encantarse con el vuelo elegíaco de los vencejos, creyendo hallar en esos aleteos un pequeño tesoro terrenal, con el Canigó como majestuoso telón de fondo. 
Que ahora disponga del estatuto legal de “Grand Site de France” es una mera obviedad atrasada. No se trata de una montaña fronteriza, sino situada completamente en Francia desde el infausto Tratado de los Pirineos del 1659, aunque la visión familiar y totémica que tenemos de él prescinda de tales delimitaciones sobreañadidas. Para los catalanes hace mucho tiempo que es un lugar propio sin Estado.

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