21 may 2014

En defensa de la cultura del humo, yo todavía fumo

Las dietas poco saludables son un riesgo más elevado para la salud que el tabaco, según que ha afirmado esta semana el relator especial de las Naciones Unidas para la Salud, Olivier de Schuter. Yo todavía fumo (solo cigarros, no cigarrillos) y siempre me ha parecido que las campañas de las autoridades sanitarias contra el consumo de tabaco son hipócritas. La mejor opción para la salud es no fumar, del mismo modo que renunciar a otros hábitos perjudiciales como el estrés, el sedentarismo, la obesidad, el abuso de alcohol o las dietas desequilibradas. Ahora bien, el tabaco ha sido el primer caballo de batalla contra el que las autoridades reguladoras han dejado de admitir el principio de moderación del consumidor, de responsabilidad individual, de contrapeso entre ventajas e inconvenientes, como lo hacen con los otros excesos nocivos que acabo de citar. Fumar ha sido declarado un vicio intrínsecamente perverso, por naturaleza, sin matices ni paliativos. Esta
radicalidad oculta su inutilidad tras las buenas intenciones. El prohibicionismo es un brindis al sol que más alza la voz cuanto menos incide en la realidad.
No tengo ninguna duda de que dejar de fumar es una decisión sabia. Por eso practico el retorno a la época del artesanado a través de los cigarros o puros que otorga al tabaco la condición que no debería haber abandonado nunca de rito excepcional, de celebración ocasional, de placer saboreado con criterio, como cualquier otro placer no rutinario. Confundir la adicción al tabaco industrial del cigarrillo con el hecho de fumar de vez en cuando un cigarro de calidad sería como equiparar un alcohólico con un enólogo. Para apreciar el placer del cigarro es preciso haber abandonado el hábito de fumar de forma compulsiva o descontrolada. 
Las campañas sanitarias tienen sus integristas, capaces de acuñar slogans como que la droga causante de más muertes en todo el mundo es legal o que la mitad de los fumadores morirán prematuramente por su culpa. En febrero de 2005 entró en vigor en España y en más de cincuenta países el plan de la Organización Mundial de la Salud de control y restricción de la venta, promoción y consumo de tabaco. Sus promotores tuvieron la desfachatez de afirmar que el plan seguía el modelo del Protocolo de Kyoto de lucha contra la contaminación ambiental del planeta, aplicado como es sabido de modo irrelevante frente al problema que pretende combatir. 
Las mismas autoridades reconocen que el beneficio para la salud del descenso del número de fumadores en los países desarrollados se ve anulado por la duplicación durante los últimos veinte años en estos mismos países de los perjuicios de la obesidad, derivada de la opulencia alimenticia y la falta de ejercicio físico. La disminución del consumo de tabaco no significa una mejora correlativa de la salud, que depende de muchos otros factores menos satanizados. 
Las campañas sanitarias contra uno delos múltiples vicios extendidos en la sociedad, presentándolo como el peor, deja de lado otras contaminaciones. La visión social del tabaco debería admitir la posibilidad de un sentido individual de moderación, de consumo responsable como en el caso del alcohol. Las campañas más indiscriminadas contra el tabaco han nacido en Estados Unidos, igual que el invento industrial del cigarrillo. 
El puro y el purito forman parte en nuestro país de una cultura de la mesura y la divagación, del diálogo y las reflexiones compartidas, de la contemplación de la vida a través de las volutas que agudizan la mirada. El tabaquismo es una cosa, la tradición del puro otra. El eco que obtuvo mi libro Cigars, la cultura del fum, publicado por Edicions La Magrana en 1998 y hoy descatalogado, me ha llevado a recuperar ahora la cuestión.

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