16 sept 2014

En el templo de Venus de Cabo Norfeu, como si lo viese

Prolongo siempre que puedo la visita a Atenas hasta las ruinas del templo de Poseidón en Cabo Sunion, abalconado sobre las azulísimas aguas del golfo Sarónico, para contemplar el barniz de los siglos sobre una de las puestas de sol más acreditadas del Mediterráneo y recitar a media voz la elegía insuperada de Carles Riba: “Súnion! Te evocaré a lo lejos con un grito de alegria (…) Por el exiliado que entre arboledas sombrías te vislumbra súbitamente, ¡oh preciso, oh fantasmal! y conoce por tu fuerza la fuerza que le salva de los golpes de fortuna, rico de lo que dió, y en su ruina tan puro”. Se trata de un templo de pequeñas
dimensiones, medio derruido, modesto y bellísimo, uno de los templos que para mi merecen más ese nombre entre los incontables templos de todo tamaño y confesión repartidos por el mundo. Este es el templo de mi mundo. Cuando lo recorro lentamente y observo las tierras y el mar que le rodean, me parece cada vez más que Cabo Sunion es una réplica conforme de Cabo Norfeu, una subpenínsula con personalidad propia que cierra el golfo de Roses y abre la gran península del Cabo de Creus.
Varios autores romanos (Estrabón en su tratado Geografía, Pomponio Mela en la obra De chorografia, Plinio el Viejo en Historia natural, Claudio Tolomeo en su Geografía) dejaron escrito que estos andurriales de navegación obligada en las rutas de la época poseían también un templo, concretamente un Afrodision o templo a Venus, a la Venus Pirinea (la diosa griega Afrodita era la romana Venus). A diferencia del templo de Poseidón en Cabo Sunion, el de aquí no ha sido localizado ni nadie se ha esforzado mucho en ello. Podría hallarse en el emplazamiento de Sant Pere de Rodes, bajo la ermita de Sant Sebastià de Cadaqués o la de Consolación en Collioure, cerca de los trofeos de Pompeyo en el Coll de Panissars (Le Perthus) o sobre la localidad portuaria rosellonesa de Portvendres (Portus Veneris, como lo poetiza Jacint Verdaguer en La Atlántida). 
No se sabe nada en concreto, por lo tanto puedo seguir pensando con libertad de causa que el Afrodision ilocalizado se encuentra en Cabo Norfeu. Josep Pla, que no dejó ningún tema por tocar, establecía en Guía de la Costa Brava: “Hay en la Costa Brava dos cabos que a mi entender merecen sacarse el sombrero, si es posible sombrero de copa. Estos son el de Begur y el de Norfeu. Ambos son truculentos y espectaculares, y otros de mayor importancia geográfica –el de Sant Sebastià [de Palafrugell] y el de Creus—no alcanzan a tener su personalidad inconfundible”. 
El pasado domingo fui con una cuadrilla de amigos a rastrearla como quien dice palmo a palmo, sin embargo el atractivo mítico y también real de Cabo Norfeu se halla más en su silueta altiva desde el mar que sobre el terreno. En tierra, el amplio lomo de Cabo Norfeu es un altiplano de observación, un mascarón de proa, un belvedere apoteósico de la costa, no un jardín de las delicias (aunque los botánicos y zoólogos más fervientes lo piensen). 
Subsiste descabezado el antiguo otero, el punto de vigilancia elevado de la Torre de Norfeu y la barraca de piedra seca de los Palauencs (de los antiguos pastores y vendimiadores de Palau–saverdera). Nada más. Todo es hoy rastrojo inmisericorde, matorral de aulaga, tojo, romero, tomillo, coscoja y estepa blanca. En primavera crece algún lirio silvestre, en invierno algún narciso vivaz. Desde Punta Prima se admira a lo lejos la maravilla robinsoniana de Cala Jóncols y la Punta de la Figuera, en la dirección opuesta Cala Pelosa y Cala Montjoi, hasta la Punta Falconera. En tierra, sin embargo, todo es pelado. En Cabo Norfeu la verdadera tierra es el mar. 
No solo no se ha intentado buscar de forma un poco resolutiva el emplazamiento del antiguo templo de Venus citado repetidamente por los autores romanos, tampoco se ha sacado ningún provecho poético al nombre de N’Orfeu, basado en la leyenda del dios griego de la música, el que da nombre a todos los orfeones. En otros lugares dio pie al conocido poema de Shelley Orpheus, a los Sonetos a Orfeo de Rilke, a la obra de teatro y película de Jean Cocteau Orphée, al premiado film franco-brasileño Orfeu Negro y su célebre banda sonora. 
En Cataluña, por el contrario, la leyenda de Orfeo como origen del nombre de este afortunado accidente geográfico apenas fue elaborada, sin demasiado eco, por Rómulo Sans en su libro de 1949 El Ampurdán en el siglo XIX. La evocan muy de paso Pere Coromines en Les gràcies de l’Empordà y Carles Fages de Climent en el poema épico Somni de Cap de Creus. Menos mal del profesor Jordi Llovet y su estudio “El mito de Orfeo en la literatura y en la música”, en el libro de 1990 El sentit i la forma, aunque sin relación directa con este lugar majestuoso y sus resonancias. 
Sobre el terreno tan solo matorral, estepa, lentisclo, coscoja y la idea irrenunciable de aquel Afrodision que no se ve, pero está.

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