2 feb 2015

Entender a Buenos Aires, un asunto pendiente


Aun no he entendido Buenos Aires. La he amado, no entendido. Amar permite vivir intensamente algunas cosas, no siempre entenderlas. Tal vez habría sido preciso algo más de estabilidad. Las subidas de azúcar sentimentales disfrutan de mayor crédito que su decantación, los efluvios de más poesía que la calma, las exhalaciones más que las inhalaciones. El amor ha sido muchas veces una pasión arrolladora más que una arquitectura. La calle Florida: Durante largo años la calle Florida fue el eje del centro de Buenos Aires, uno
de las primeras reservada a los peatones, sin la irrupción circulatoria de las grandes avenidas. Ahora sucumbe en gran parte al comercio de baratillo y la caza del forastero.
Las tiendas de ropa de cuero ya no son las mejores. Tampoco las oficinas bancarias, las galerías comerciales, las librerías ni las casas de discos. Solo los kioscos de prensa mantienen una vitalidad envidiable, abigarrados y titilantes de colores chillones. 
El restaurante El Establo de la calle Paraguay, a una travesía del eje de Florida, es uno de los establecimientos intactos que ofrece el espectáculo trepidante de la parrilla asomada a la calle, sobre la que se doran los cortes de carne, en un ballet gobernado por el arte del parrillero entresudado, ágil y taciturno.

La Plaza San Martín 
A uno de los extremos de la calle Florida, la plaza del general San Martín exhala el perfume húmedo de los grandiosos ombúes, gomeros, palos borrachos, jacarandás, tipas, magnolios, araucarias y ceibos. La monumentalidad de estos árboles se debe al fervoroso humus deltaico de la pampa sobre el que crecen. Buenos Aires es pampa con edificios encima. 
La segunda mitad de su espectacularidad es debida a un antiguo impulso de planificación urbanística, que llevó a contratar a partir de 1860 a arquitectos paisajistas de origen francés, en una época cargada de fe en la capacidad del hombre para modelar parques, ciudades, países y destinos. Sobre el fabuloso grosor de las exportaciones agropecuarias, el censo de la capital se multiplicó por ocho entre 1864 y 1914, duplicando aun entre 1914 y 1955. Era la edad de oro en que un peso valía 2,5 francos suizos, la época del embellecimiento urbanístico de la “París de la América del Sur”.

La avenida Corrientes y la plaza de Mayo 
La calle Florida también conduce a la avenida Corrientes, el eje de los teatros, cafeterías y librerías abiertas hasta la madrugada. El tramo primordial se prolonga entre la avenida 9 de Julio y la calle Callao, las siete cuadras decisivas. En el cruce de la 9 de Julio con Corrientes se alza el famoso Obelisco, emblema de la capital. 
La vecina avenida de Mayo fue trazada para ilustrar el gran momento del centenario de la independencia, con edificios modernistas en altura y el primer metro subterráneo de América Latina. El aire español de la avenida vino dado por dos equivocaciones: plantar plataneros (injustificados frente al atractivo de las especies locales) y optar por la estrechez encajonada del urbanismo del Viejo Continente, la mezquindad del palmo cuadrado que aquí hubiesen podido saltar. 
La plaza de Mayo opera como centro político por la actividad de la Casa Rosada, sede de la presidencia del país. La Casa Rosada ya no es rosada. Por las razones incomprensibles habituales, el estucado de la fachada ha virado sin consideración hacia el mismo tono fangoso "color de león" de las aguas del estuario del Río de la Plata que discurre cerca.

La Costanera 
El frente marítimo del infinito estuario —la Costanera--  ofrece algunos accesos practicables, breves asomos. En las afueras surgen algunos clubs de baño y countries de recreo, pero el carácter urbano de la fachada marítima porteña se ha visto a menudo escamoteado. Subsiste la costumbre de pasear a lo largo del murallón de la Costanera, pescar las enclenques mojarritas, tomar el sol o apoyarse en la baranda para contemplar los barcos que entran y salen del puerto. Estas aguas no se han distinguido nunca por la transparencia. Roberto Artl hablaba de “rojiza llanura”, Álvaro Yunque de “mar de aguas oscuras, ancha pampa de cobre”, Ezequiel Martínez Estrada de “este mar de linaza y caramelo”, Josep Pla de “color fangoso, un color de salmón podrido del estuario del río”. Borges remataba, desde la peana de su dominio, irónico y extrañado: “¿Y fue por ese río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?”.

La Bombonera 
Una vez en la vida se tiene que haber asistido al derby, al gran clásico Boca-River en el estadio del primero, en la Bombonera. La última ocasión en que lo hice el partido comenzó cuando aun volaban los confetis lanzados por el público en el instante apoteósico de la aparición de los equipos. En la atmósfera flotaban los efluvios de las parrillas de choripán y hamburguesas, dispuestas en los pasillos. La barra brava de Boca cantaba estrofas impúdicas a la de River. Por encima de todo dominaba el grito histórico, el lema mítico, la consigna de siempre: el "¡Dale Boca!", sin más letra que la repetición de ambas palabras de una forma mucho más onomatopéica, gutural, cavernosa y aullante que lo que permite suponer la transcripción al lenguaje escrito.

Puerto Madero 
La contradicción de la capital girada de espaldas al puerto se resolvió con el nuevo Puerto Madero, convertido a partir de 1998 en barrio de alto standing, oficinas, viviendas de lujo, restaurantes y facultades de universidades privadas. Simbolizó la confianza de los inversores internacionales en la era privatizadora del presidente Menem, de la que el flamante Puerto Madero es el principal monumento de facto. 
La filosofía y la estética de shopping center adquirieron en Puerto Madero categoría de paradigma. Buenos Aires volvía a construir a lo grande, pero lo hacía sobre la pauta de los standards internacionales, imitándolos a remolque. La oligarquía estanciera importó en 1910 los modelos europeos de forma mimética, la oligarquía menemista hizo lo mismo con los moldes norteamericanos. 

La pampa 
Cuando me siento abrumado por la falta de explicaciones que Buenos Aires suele ofrecer sobre su suerte cambiante, empalagado por el difícil equilibrio entre el destino y sus ciclos, procuro desalterarme en la silenciosa pampa vecina, a lo largo de unos trayectos interiores que tal vez lo sean doblemente. El espectáculo sin taquilla, pitagórico, grave y solitario de la pampa, de una monotonía asentadísima, alcanza a engañar un poco al regusto de óxido que deja la memoria al agitarse. Salir a tomar el aire ha sido siempre un recurso higiénico. 
La capital argentina ha ensanchado mucho sus dimensiones, pero de alguna forma el empedrado de las calles aun desemboca en la pampa, como en tiempo de Borges. La magnitud de la cosmópolis de 14 millones de habitantes deja todavía mucho terreno libre a su alrededor, varias provincias sumadas, a fin de mantener a pleno pulmón el “vértigo horizontal” del gran espejismo de la pampa, de la vida.

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