12 jun 2015

La batalla de Waterloo convertida en día de campo de 5.000 figurantes

El próximo 15 de junio se cumple el 200 aniversario de la batalla de Waterloo, que significó el ocaso napoleónico, el rediseño del mapa europeo, el rastro literario de Fabricio del Dongo en la novela de Stendhal La cartuja de Parma y los precisos versos de Victor Hugo que puede recitar cualquier escolar francés: “Waterloo, Waterloo, Waterloo morne plaine…”. Una movilización de 5.000 figurantes, 300 caballos y 100 cañones recreará el siguiente fin de semana la célebre batalla sobre el mismo terreno, como hacen cada dos años los voluntarios de los clubs napoleónicos internacionales disfrazados de uniforme de
época, caballería y artillería de fogueo. Waterloo es hoy un barrio de Bruselas, a pocos del centro de la capital belga.
La llanura desamueblada de Waterloo, carente de ondulación y confines, perfectamente calificada de morne por Hugo, se ve centrada por una loma de 450 metros de altura coronada con la estatua de un león. El promontorio fue modelado con la tierra del lugar, en la que se mezclaban despojos humanos procedentes del colosal enfrentamiento de junio del 1815 entre la Grande Armée y la coalición anglo-prusiana comandada por Wellington. Participaron 190.000 soldados y murieron 65.000. 
Los visitantes suben hasta el mirador del león por la escalera de 226 peldaños. La sensación de ascender sobre un montón de restos de pobre gente y chatarra de todo tipo añade un punto de morbo. La visión de los campos labrados y los prados de vacas, sin ningún complemento de amenidad entre la tierra mojada y el cielo bajo, evoca hoy la grisura de la política agrícola europea más que el brillo de las celebridades históricas. 
La Revolución francesa de 1789 llevó al rey Luis XVI a la guillotina. El regicidio arrastró a la mayoría de casas reinantes europeas a declarar la guerra a Francia y el patriotismo francés a inflamarse. Napoleón Bonaparte, un joven general de 30 años apenas francés (la Córcega natal, cedida por los genoveses, fue anexionada a Francia un año antes de su nacimiento), empuñó las riendas de la situación, se proclamó emperador y durante dieciséis años intentó dar un nuevo liderazgo a Francia. 
Mientras duraron las conquistas territoriales de su Grande Armée y los sueños de gloria construidos sobre el dominio de otros pueblos, la musiquita imperial halagó a los oídos de Francia. Las estructuras sociales, pese a la fragmentación da algunas grandes propiedades de la Iglesia y la antigua nobleza, siguieron en lo esencial igual que antes, sobre todo para las capas populares. 
El reinado de Napoleón marcó más el papel de Francia en el exterior que su desarrollo interno, pese a la consolidación de la administración estatal y las reformas legislativas. El ambicioso y dotado general apareció de entrada como portador de las ideas de una Revolución que podía cambiar la relación de fuerzas entre clases sociales y entre países dominados por monarquías reaccionarias, pero en seguida se reveló como un conquistador de desorbitada avidez, no como liberador de nada. 
Las campañas napoleónicas costaron un millón de muertos franceses y dos millones más en el resto de Europa. La alocada ambición del achaparrado general corso no dio fruto, aunque consolidase en Francia las reformas institucionales de la Revolución. 
El ex primer ministro socialista Lionel Jospin ofreció el año 2014 una insospechada revisión en su libro Le mal napoléonien, un estudio destinado a derribar el mito todavía muy popular en el país de la grandeur. El título constituía de entrada una postura contra la leyenda. Además Jospin hace extensivos los efectos tóxicos del caudillismo bonapartista hasta hoy, en particular al general De Gaulle y la política del Front National. 
Se preguntaba Jospin si el mandato fulgurante del emperador sirvió de nada a Francia y Europa: “Si medimos la distancia entre las ambiciones proclamadas, los medios desplegados, los sacrificios exigidos y los resultados obtenidos, la respuesta es no. No creo que Napoleón haya cambiado el curso de la historia en Europa. Al contrario, la bloqueó. No creo que haya alejado a los franceses del abismo. El deslumbramiento no impide ver claramente el fracaso. Lamento que aquel conquistador haya dejado a su país vencido, disminuido y a menudo detestado. También temo que haya privado a la Francia y la Europa de entonces de otro destino más fecundo”. 
Aportaba una interpretación que los historiadores profesionales no siempre han sido capaces de perfilar. Criticar las debilidades del absolutismo borbónico barrido por la Revolución no es difícil, sin embargo hacer lo propio con la Revolución y el papel de Francia desde entonces ya no resulta tan habitual: “Del mismo modo que el bonapartismo de ayer, el populismo de hoy –ese bonapartismo sin Bonaparte—no ofrece soluciones. Uno y otro reposan sobre mistificaciones. No se puede ser al mismo tiempo republicano y bonapartista”, escribía. 
El nacionalismo alemán, que condujo a la primera unificación del país y a su actual hegemonía dentro de Europa, se formó a lo largo del siglo XIX en contraposición con las ideas francesas. En España la invasión napoleónica desembocó en el retorno del absolutismo borbónico. En la propia Francia Napoleón dio como resultado la restauración borbónica en la persona de Luis XVIII, hermano del Luis XVI guillotinado veinte años antes. 
En todo el ámbito europeo el mal napoleónico frustró a los partidarios de las nuevas ideas de la Ilustración francesa: “Napoleón no apoyó en Europa –añadía Jospin—a las fuerzas de transformación que existían en todas partes con intensidades distintas. Tampoco supo dar a su potencia objetivos realistas capaces de ser tolerados por los demás y consolidados. Levantó en su contra las fuerzas del cambio y a la vez a las del conservadurismo, finalmente a beneficio de las segundas”. 
En tales condiciones, la reconstitución de la batalla por parte de 5.000 figurantes de hoy no deja de ser una charlotada escasamente informada, un despliegue carnavalesco de día de campo.

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