16 jul 2015

Tengo un gran recuerdo de Perugia, donde nunca me ocurrió nada

En mis épocas más debutantes también padecí en Florencia el “síndrome de Stendhal”, la alteración interna provocada por la excesiva absorción de belleza en la capital del Renacimiento. Encontré una solución personal que sigue sin fallarme, todavía hoy. Alquilo un coche y me escapo a Perugia (ya sé que en castellano se llama Perusa, pero me gusta más en versión original). La pequeña capital de la región limítrofe de Umbría, a 150 km de Florencia, no tiene que soportar el peso del liderazgo de la Toscana y mantiene perfectamente la nota sin la misma presión. Diría incluso que la iguala, en unas dimensiones más abarcables que facilitan la desalteración y los descubrimientos espontáneos. En Florencia o en Siena
siempre se está a la merced de las emociones fuertes. En Perugia nunca me ha ocurrido nada y por eso amo su belleza serena. Antes de llegar la carretera bordea el inacabable lago Trasimeno y el recorrido predispone a una cierta calma.
Los capolavori resultan aquí mucho menos masivos y no por ello menos atractivos. En la Galería Nacional de Umbría, situada en el Palacio de los Priores, se contempla una de las grandes pinturas seriadas de Piero della Francesca, el Políptico de San Antonio, pintado en 1469 para la capilla del convento de clarisas de la ciudad, con una “Madonna in trono col Bambino” coronada por una aureola dorada de intensos reflejos, ante los que quedo embelesado largo rato con una paz desconocida. El principal pintor renacentista de la ciudad, Pietro Crisoforo Vanuci, más conocido por Il Perugino, adopta un diminutivo conforme a lo que estoy diciendo, pese a haber sido maestro de Rafael y discípulo destacado de Piero della Francesca. El diminutivo contribuye a una admiración menos tensa. 
Hago la passeggiata por las sinuosas calles medievales de Perugia, las plazuelas minúsculas, los miradores asomados al “corazón verde de Italia” y los porches del centro histórico bajo los que acostumbro a mirar el azul del cielo hasta que me parece blanco. Dejo para el final el céntrico y peatonal Corso Vannuci, que recorro mientras paladeo los famosos baci (besos) o bombones de avellana azucarada, hasta desembocar en la plaza mayor, presidida por la monumental fuente románica (el románico no construía solo iglesias). Cuando aprendí a querer a Perugia todavía dejaban sentarse en los escalones del zócalo de la fuente. Era el lugar más afortunado de descanso y encuentro espontáneo, sobre todo entre los numerosos jóvenes de una ciudad de 150.000 habitantes que cuenta 30.000 estudiantes y una reconocida Universita Italiana per Stranieri desde mucho antes de inventarse el programa Erasmus. 
Actualmente Perugia dispone de un minimetro, un moderno trenecito urbano diseñado por el arquitecto Jean Nouvel que une el centro histórico con el barrio residencial, suponiendo que sea necesario el desplazamiento. En julio se celebra un festival de jazz de referencia internacional y la paz ciudadana se altera un poquito, por unos días. Pero todo eso son recientes factores sobreañadidos.
El auténtico centro de gravedad sigue siendo la passeggiata alrededor de esa fuente donde años atrás algunos amantes de la belleza aprendimos a tomar el fresco, a charlar en italiano, a detectar la serenidad de algunas obras maestras y sentir la caricia intensa de la emoción, tan intensa como en Florencia o en Siena y más suave todavía. La intensidad necesita más equilibrio y serenidad que síndromes.

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