25 oct 2016

A Collioure lo que es de Collioure, no tergiversemos

La Fundación Mapfre acaba de abrir en Madrid una magna exposición de 140 obras de Matisse y sus compañeros del movimiento fauve, con el inconveniente de que los cronistas madrileños de desconocen Collioure y atribuyen erróneamente el nacimiento de aquella tendencia pictórica a los escenarios de la Côte d’Azur de la Provenza francesa, que se encuentra a 400 km de distancia en dirección a Italia. No, señores, no. El fauvismo nació de la mano de Matisse y Derain en el pequeño y bullicioso puerto de pescadores nord-catalán de Collioure, que no es provenzal ni occitano. En mayo de 1905 Matisse alquiló aquí una habitación con vistas al mar para pintar y arrastró a su amigo André Derain a partir de julio siguiente. Pintaron aquel verano más de
treinta cuadros cada uno con el paisaje y el colorido de Collioure como motivo.
Algunas de las telas fueron expuestas en el Salón de Otoño parisino, donde el crítico Louis Vauxcelles las bautizó como a fauves (feroces) por la intensidad cromática. Henri Matisse regresó a Collioure en 1906, 1907, 1911 y 1914.
La Provenza y el Mediodia francés en general gozaban de la resonancia pictórica protagonizada previamente por Cézanne, Renoir, Van Gogh o Gauguin. Dentro del movimiento admirativo de la luz y los colores del Mediodía, el pintor Paul Signac ya había desembarcado en 1886 en Collioure (el Metropolitan Museum de Nueva York exhibe un campanario de Collioure pintado por Signac en 1889). Louis Valtat, invitado por Arístides Maillol, pintó aquí en 1894, así como en Llançà. 
Pero el detonante se produjo en 1905 con el cuadro que Henri Matissse tituló Ventana abierta sobre el puerto de Collioure y otras telas sobre el mismo lugar de su amigo André Derain. El estilo calificado de fauve dio lugar al movimiento pictórico del mismo nombre y, de rebote, a la celebridad del pequeño pueblo de pescadores, tumbado a la sombra del castillo medieval a orillas del mar, vestigio de cuando Collioure actuaba de puerto mercante de la activa ciudad de Perpiñán, la capital del Rosellón nord-catalán. 
Esteve Terrús, pintor paisajista de la villa vecina de Elna, había dejado atrás la etapa de París para regresar al país y consagrarse plenamente a su pintura, la cual ejerció una influencia entre los primeros fauves. Henri Matisse entró en contacto con Terrús aquel verano de 1905 para que le presentase en Banyuls al escultor Aristides Maillol, quien le condujo a casa de Georges-Daniel de Monfreid, en Cornellà de Conflent, donde pudo contemplar las telas dejadas en depósito por Gauguin a su amigo antes de emigrar a la Polinesia. Bajo el efecto de aquella visita, Matisse pintó Ventana abierta sobre el puerto de Collioure. Tras la estela de los fauves, el pueblo de pescadores se convirtió en punto de confluencia de pintores. Ahora ya no tiene pescadores ni pintores, los turistas lo llenan todo en plena temporada. 
Fuera de ese período de saturación, cuando en otoño e invierno sopla la tramontana, Collioure ofrece una quietud casi tibetana y permite respirar el silencio como un botín de gloria. El ingeniero militar de Luis XIV, Sebastián Vauban, dio el actual aspecto a la mole del castillo real, igual como mandó construir el fuerte Mirador y el de San Telmo que hoy dominan la silueta del puerto, un caso singular de pueblo medieval no marcado en su fisonomía marítima por las modernas construcciones caniculares. 
La fortificación del puerto de Collioure era ya un hecho misteriosamente inerte cuando en 1885 el pintor y navegante Paul Signac, obsesionado por plasmar los efectos de la luz sobre la lámina del mar, descubrió la perfecta curva de su anfiteatro natural. Matisse y Derain siguieron aquellos mismos pasos. Hoy los cuadros de Signac con el viejo faro de piedra plantado en el mar que sirve de campanario a la iglesia parroquial se contemplan en el Metropolitan Museum de Nueva York, así como los de Matisse Ventana en Collioure en la National Gallery de Washington o Los tejados de Collioure en el Hermitage de San Petersburgo. 
La luz que les sedujo  sigue ahí, modelada al buril por la armonía de colores puros: la oscura geología de la pizarra, el azul cobalto del mar, el brillo rojizo de las tejas, el verde titilante de las parras, el choque de los rayos de sol contra la cúpula rosada del campanario fálico y la cumbre nevada del Canigó. El ingrediente desaparecido es la pincelada de blanco crudo que ponían las flameantes velas latinas, enarboladas como gallardetes por el centenar de barcas de pesca que faenaban menos de un siglo atrás. Cuando zarpaban al atardecer hacia mar abierto, constituían una de las comitivas más elegantes de la vieja civilización mediterránea. También se ha evaporado el penetrante aroma de la salazón de anchoas que daba mordiente y malicia al aire de Collioure. 
Pero cuando entra la tramontana y la insolación del verano ya no aturde ni diluye el contorno de las formas, el viejo paisaje catalán de Collioure aun se alza de puntillas, trata de tu a tu con el horizonte y levanta la falda a les vaguedades e indecisiones con la misma intensidad que sedujo a los fauves aquí, no en la Costa Azul.

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