3 feb 2017

El Año Blasco Ibáñez, para reparar una injusticia

El 29 de enero se cumplió el 150 aniversario de su nacimiento en Valencia y la Generalitat valenciana, el Ayuntamiento de la ciudad y otras instituciones han convocado un Año Blasco Ibáñez a fin de reivindicar mediante reediciones, congresos, documentales y otras actividades la figura incómoda del desmesurado y olvidado escritor. El insólito eco mundial, la fabulosa novela de su propia vida o la espectacularidad de su legado inmobiliario (en Valencia y Menton, donde murió) no le sirvieron de nada. Fue visto ya en vida como un “suburbial” y hoy no se le ve de ninguna forma. Se encontró desubicado en todas partes, excepto en el favor de los lectores de una época. Era una figura
gigantesca, temperamental y exitosa. Sin embargo pocos deben leer actualmente el primer gran best-seller mundial de la literatura en castellano. El conocimiento de su trayectoria es escaso. El blasquismo se ha prácticamente evaporado.
Algunos piensan que el “blaverismo” valenciano constituye una reedición del blasquismo acuñado por Don Visènt, una herencia vernácula del lerrouxismo. Tal vez sea así, aunque eso no pasa de ser una conjetura. Joan Fuster se pronunciaba tajante: “Del Blasco Ibáñez escritor se habla poco y mal. De hecho, la cita a don Vicente acostumbra a ser breve, si a eso llega, y además teñida de displicencia. Como si se tratase de un novelista de quinta fila. Y la verdad es que las letras españolas de los últimos cien año no cuentan con muchos narradores de se tamaño y empuje creador” (Recuerdos y juicio de Blasco Ibáñez en su centenario, Valencia 1998). 
De su personalidad, obra ingente y éxito no quedan en la consideración general ni las cenizas. Si no fuese por la superproducción televisiva Cañas y barro en TVE y las reposiciones, las generaciones actuales no habrían escuchado su nombre. El péndulo lo ha barrido sin consideración, de una forma bestia y primitiva. 
Quería reflejarse en Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Emile Zola, Walter Scott o el entonces célebre y prolífico novelista folletinesco Manuel Fernández y González. Fue también desde el primer día un hombre de acción y garrote, un tribuno fogoso de las luchas antimonárquicas y anticlericales que enfrentaban a las nuevas clases productivas con el viejo orden político.
Durante la Restauración dinástica de Alfonso XII, los conservadores de Cánovas se las tenían con los liberales de Sagasta, los republicanos posibilistas de Castelar, los republicanos federales de Pi Margall y los republicanos revolucionarios de Salmerón. Don Vicente siempre se declaró seguidor de Pi Margall, a su manera. 
Licenciado en Derecho en 1888, dos años más tarde se exilió por primera vez en París, perseguido por la justicia a raíz de una manifestación callejera en Valencia contra la llegada al poder de Cánovas. Durante aquellos dieciocho meses de destierro escribió la novela La araña negra, referida a los jesuitas y muy inspirada en las lecturas de Eugène Sue. 
En 1891 se casó en Valencia con María Blasco del Cacho, familiar de segunda línea, con quien tuvo cuatro hijos, antes de iniciar la siguiente relación estable en París con la dama chilena Elena Ortúzar Bulnes. Al año siguiente de la primera boda fundó el diario valenciano El Pueblo, donde publicó en folletón muchas de las novelas más conocidas, además de los inflamados manifiestos de la Unión Republicana y las diatribas sangrientas –literalmente hablando— contra la escisión local que encabezaba Rodrigo Soriano. Las peleas a bastonazos --o a tiros-- entre blasquistas y sorianistas, los legendarios “rosarios de la aurora de Valencia”, llenaron una época. 
Prófugo de la justicia una vez más en 1895, esta vez en Italia, el indulto se vio condicionado a la obligación de fijar la residencia en Madrid. Coincidió con su primera victoria como diputado electo por la circunscripción de Valencia, que repitió a lo largo de seis legislaturas, sin abandonar la producción literaria intensiva: Arroz y tartana, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barro...
El primer éxito editorial con Arroz y tartana lo alcanzó en 1894, a los 27 años. El hecho de consagrarse como novelista y residir a Madrid no le supuso el reconocimiento de los círculos literarios. Fue marginado de la Generación del 98. 
Cuando en 1902 estrenó la lujosa casa en el paseo de la playa de la Malva-rosa, ya residía primordialmente en Madrid. Convivió muy poco entre aquellas espléndidas paredes con la primera mujer y los hijos. El primer piso se veía –y se sigue viendo-- ocupado por una terraza de columnas dóricas sostenidas por cariátides y una gran mesa de mármol, donde el escritor se hacía fotografiar en plenitud, en majestad. 
El talante inquieto y la segunda relación sentimental le llevaron a buscar nuevos horizontes. Los halló en las antípodas. En 1909 fue invitado por el empresario del teatro Odeón de Buenos Aires como “conferencista”, conjuntamente con Anatole France, tras la tournée anterior de Jean Jaurés y Georges Clemenceau. Aquellos ciclos de conferencias de figuras internacionales en grandes salas de teatro de la capital argentina, con entrada de pago a precio fuerte, eran la forma de importar actos sociales que diesen la pátina cultural anhelada por la próspera oligarquía austral. 
El tribuno Blasco, de una facundia ya muy rodada, no tuvo ni para empezar con las conferencias programadas. Acabó pasando nueve meses seguidos en Argentina, Chile y Paraguay, como un nuevo descubridor. Entabló amistades entre las clases dirigentes y vislumbró nuevas perspectivas de vida. Deseaba convertirse en terrateniente del Nuevo Mundo. 
Entre enero y junio de 1910 escribió la monumental obra La Argentina y sus grandezas, que entregó personalmente al presidente del país José Figueroa Alcorta. Este le ofreció una concesión a precio ventajoso de 8.000 hectáreas en la provincia patagónica de Río Negro, si se avenía a desforestarlas, nivelarlas, parcelarlas y convertirlas en sembrados de regadío, como habían hecho otros hacendados españoles. 
Su temperamento quijotesco, la sed de aventura y ascensión social no quedaron satisfechos con la fundación de la villa que bautizó Colonia Cervantes. Creó una segunda de 5.000 hectáreas en la provincia de Corrientes, llamada Colonia Nueva Valencia. No tuvo dificultad en movilizar, con promesas de riqueza, a contingentes de labradores procedentes de sus numerosos seguidores valencianos. 
Los tropiezos de la financiación bancaria y los resultados lentos de las cosechas le empujaron a malvender los títulos de propiedad al cabo de tres años. Abandonó el país y los labradores valencianos que había conducido hasta allí (la canalización del regadío llegó más adelante, en 1921, y hoy Cervantes sigue existiendo como municipio de 3.000 habitantes). La experiencia le supuso un rédito literario de enorme repercusión posterior, un auténtico vuelco en su vida, gracias a novelas ambientadas en aquellas latitudes como Los argonautas, La tierra de todos y, sobre todo, Los cuatro jinetes del Apocalipsis
En 1914 se instaló de nuevo en París, donde le sorprendió la Primera Guerra Mundial, durante la que escribió Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El argumento de la novela se basa en una familia de colonos franco-argentinos que regresan a Francia en los años de la contienda bélica. La primera parte está dedicada a una intensa descripción paisajística y humana de la pampa y del patriarca de la dinastía protagonista, el “centauro Madariaga”, que allí amasó fortuna, a diferencia del novelista. 
A renglón seguido escribió las novelas Mare Nostrum y Los enemigos de la mujer. Tenían el gran éxito acostumbrado en versión original o en traducción al francés y otras lenguas europeas. El gran salto se produjo de forma inesperada con la primera traducción en Estados Unidos de The Four Horsemen of the Apocalypse: dos millones de ejemplares vendidos por la editorial Dutton and Co en menos de dos años, a finales de 1924. Era una cifra de ventas desconocida hasta entonces en aquel mercado y en todos los demás, el primer best-seller de la historia moderna. 
La Metro Goldwin Mayer le pagó 200.000 dólares por los derechos de adaptación a la gran pantalla, todavía en cine mudo, que significó en 1921 la fiebre mundial alrededor del actor Rodolfo Valentino. Una segunda versión fue dirigida en 1962 en technicolor por Vincente Minelli, con Glenn Ford e Ingrid Thulin en los primeros papeles. 
Los años triunfales de Blasco Ibáñez en París culminaron con los seis últimos de su vida, instalado a la aristocrática casa estilo Belle Époque de Fontana Rosa, en la Costa Azul. La amplió con la finca colindante y levantó nuevas construcciones de un ecléctico estilo valenciano-moresco. Incluían un pabellón habilitado como cine privado, otro como acuario, casas para los jardineros, garaje, estanques con surtidores, bancos de cerámica decorada, fuentes, pérgolas, rotondas y columnatas tapizadas de glicinas y buganvillas, todo decorado con cerámica de Manises, rosales y naranjos que le enviaban de Valencia. 
En ningún momento cejó en su dedicación encarnizada a escribir más novelas, que los últimos años dictaba en Menton a un secretario. Incluso tras el fallecimiento, sobrevenido el 28 de enero de 1928, la víspera de su 61 aniversario, en una demostración póstuma del vigor productivo aparecieron dos novelas más: El Caballero de la Virgen (Alonso de Ojeda) y En busca del Gran Kan (Cristóbal Colón)
En Valencia la residencia de la Malva-rosa también se vio abandonada durante largos años, tras la muerte de los familiares directos. El Ayuntamiento la rehabilitó en 1997 como casa-museo abierta al público, testigo del éxito fabuloso de un autor demasiado borrado en la actualidad, si no lo remedia este 2017 el Año Blasco Ibáñez.

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