2 may 2017

Los hombres no sabemos descifrar la música de los pájaros

Cuando arranca el mes de mayo y salgo de la ciudad, me gusta prestar atención al canto del ruiseñor. Cada año lo tengo más difícil. La reducción de espacios abiertos de pastos y campos de cereales, así como el uso de pesticidas, ha incidido en la disminución de múltiples especies. Hoy la más abundante en Catalunya es la de los pinzones (11 millones de ejemplares), seguida por los gorriones (6 millones) y los estorninos (4 millones). Pero no cantan como el ruiseñor, ni mucho menos. El diario The Times anuncia tradicionalmente la noticia de la primera noche de gala del ruiseñor, del nightingale. Algunas localidades rurales del sureste
inglés convocan audiciones en sus bosques.
La célebre “Oda a un ruiseñor”, de John Keats, fue escrita en el jardín de su casa, que aun se visita en el barrio londinense de Hampstead. Igor Stravinski le dedicó una partitura magistral, con el título “El canto del ruiseñor”. Josep Pla, que no dejó casi ningún tema por explorar, le dedica un capítulo elegíaco en el libro Les hores: “Se ha escrito tanto sobre su canto, y de una manera tan diversa, que uno no sabe muy bien qué decir”. A partir de ahí se extiende durante páginas y páginas muy bien construidas. 
El ruiseñor se oye más que se ve. Su diminuta anatomía de plumaje pardo-rojizo resulta poco vistosa, oculta entre las ramas. Es tímido y discreto, salvo en lo referente al vigoroso canto, que puede prolongarse toda la noche con escasas interrupciones. 
En septiembre marcha a invernar a los bosques lluviosos de África tropical para que lo echemos de menos aquí como anunciador del buen tiempo. Sobra decir que forma parte de las especies en disminución. Decaen las poblaciones de gorriones, vencejos, jilgueros, ruiseñores, cernícalos y grajillas, mientras aumentan las de torcazas, tórtolas turcas, estorninos, gaviotas y cotorras. El ruiseñor, el rey de las aves canoras, se ha convertido en un lujo de la naturaleza. 
El canto de la alondra, también en vías de extinción en Catalunya, es aflautado, dulce y melancólico. Tal vez por eso recurren tanto a la alondra los poetas románticos. O porque se escucha al alba, cuando se apaga el canto nocturno del ruiseñor, para anunciar a los amantes furtivos el momento de separarse... 
El mirlo, que los ingleses denominan blackbird por razones obvias del plumaje, pasa por ser el barítono más talentoso de la naturaleza. En la famosa canción que lleva su nombre del “disco blanco” de los Beatles, los primeros compases están reservados al bellísimo canto natural de un mirlo, antes de que Paul McCartney arranque con las palabras: “Blackbird singing in the dead of night”… 
El mirlo es el telonero crepuscular del primer artista indiscutido de la noche. El ruiseñor ofrece un tono más alto y una partitura más elaborada, de una melodía y unos trinos que incorporan auténticos dos de pecho. De entrada, solo se alcanza a escucharlo en silencio y en libertad --dos buenas premisas--, a diferencia de los pájaros urbanos que han de desgañitarse para poderse comunicar a pesar del estrépito de las calles. 
A finales de abril o primeros de mayo, pocos días después del primer reclamo del cuclillo, el ruiseñor se deja oír de noche con una melodía de variadas frases líricas, en secuencias alternas, cristalinas, en crescendo, de mayor volumen que la mayoría de otros pájaros. 
J.N. Santaeulàlia, nombre de pluma del poeta y novelista Josep Navarro Santaeulàlia, reproducía el día primero de mayo en su muro de Facebook estas afinadas observaciones suyas: “!Viejas noches de mayo! Solía amenizarlas, cuando vivía en el Puig de la Puda, el canto del ruiseñor. Hoy que iniciamos el mes de las cerezas, echo de menos los conciertos de aquel solista virtuoso e infatigable. ‘Noche de mayo. Para escucharlo mejor, he dejado la ventana entreabierta. El ruiseñor, emboscado, trina a rachas. Cambia de melodía, acelera, ralentiza, improvisa. Tan pronto llora como ríe, juguetón y voluble. !Qué filigrana, el canto de este mozart de seto! A veces se lo toma con tanto entusiasmo que parece atragantarse. Entonces termina de cualquier manera. Calla un segundo y comienza de nuevo. De vez en cuando flautea, exánime, monótono, como si se hubiera rayado o fuese perdiendo aliento. Pero de repente vuelve a animarse, y su canto rizado, diáfano, casi líquido, suena otra vez bajo el cielo estrellado’”. 
En algunas ocasiones he reencontrado la melodía del ruiseñor en los lugares más inesperados, por ejemplo en la monumental escalinata barroca de la Piazza di Spagna en Roma. Seguramente no me habría dado cuenta si mi acompañante, un hombre cultivado de origen rural, no me hubiera hecho observar dos presencias insólitas en aquel punto afortunado de la Urbe, en el caput mundi de nuestra civilización: el canto de un ruiseñor y las matas de alcaparras. Son cosas que se pierden, más por falta de discernimiento que porque no estén. 
¿Y por qué pían los pájaros? Porque son felices, afirmaba Platón. Los científicos carentes de poesía precisan que lo hacen para delimitar su territorio y atraer a la hembra. Sus paradas nupciales pueden ser pequeñas proezas sinfónico-corales, de modo que el celo primaveral convierte cualquier arboleda en un auditorio al aire libre. 
A veces no se trata de simples reclamos innatos ni vulgares parloteos, sino auténticos cantos musicales que determinadas especies son capaces de aprender y desarrollar. El pardillo, por ejemplo, posee una gran capacidad de aprendizaje. La música no es más que un conjunto organizado de sonidos y probablemente los pájaros empezaron a elaborarla antes que los hombres. Los hombres, sin embargo, no sabemos descifrar la música de los pájaros.

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