19 jun 2017

Nostalgia del helero y la vaca al pie del Canigó

Al llegar el verano me gustaba subir en el jeep de alquiler colectivo del municipio de Vernet hasta el refugio de Cortalets, situado a 2.150 metros de altitud bajo el pico del Canigó, por el placer de tocar la nieve del helero en plena canícula. Ahora la mayoría de heleros pirenaicos de nieve perenne se funden en verano por culpa del calentamiento global. El espacio que ocupaban aparece como un simple rastrojo y per algún motivo siento cada año su nostalgia. El refugio de Cortalets es el final del trayecto motorizado, un punto a partir del cual es preciso subir a pie durante una horita o dos el último desnivel de 634 metros para alcanzar la
cima del Canigó. Cada uno de esos metros exige pasos esforzados.
La mayoría de mis acompañantes en el jeep de alquiler se apuntan a la última subida a pie. Contemplo cómo se alejan, una hilera de hormiguitas humanas que ascienden lentamente por el filo de la cresta. Algunos días de vacaciones llegan a ser 500 personas en la exigua superficie de la cima y deben pedir turno para poderse hacer la foto. 
Me quedo a comer en el refugio esperando su regreso, reclinado a la sombra de algún abeto sobrealimentado, junto a la lengua de hielo del helero que ya no está, acunado por la musiquita del arroyo de aguas cristalinas recién nacido que discurre a brincos entre las piedras. Me acompañan en mi reposo escuadrones de dípteros, hemípteros, lepidópteros, coleópteros, miriápodos y arácnidos. 
Mi inmovilidad durante el rato soñoliento de la siesta es probablemente lo que hizo que se aproximaraun ejemplar de la vacada que pacía junto al lago. Sentía su cencerro cada vez más cerca, pero lo interpreté como un simple hecho natural, igual que el zumbido de los tábanos y las abejas o el hedor de los excrementos vacunos. La vaca más decidida me tocó el hombro con su hocico para reclamar mi atención, antes de decirme con un mugido perfectamente inteligible: “Lo que buscas no está aquí”. 
Me lo dijo con un tono displicente y lacónico, sin más palabras que esas. Óbviamente, lo atribuí a un trastorno pasajero mío, al estado de vigilia en que había quedado inmerso a la sombra del abeto, mecido por la melodía del riachuelo y aturdido a la hora propicia de la siesta por la escasez de oxígeno en la alta montaña. No le di importancia. Ahora, de vez en cuando, echo de menos a la helera y la vaca que ya no están. No puedo pretender que no me avisó.

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