12 jul 2017

No he podido volver a abrazar jamás al plancton como en Cala Jóncols

Antes las vacaciones de verano duraban más y nos permitían dedicar una semana entera a la expedición a bordo de la barca familiar de Calella de Palafrugell hasta Cadaqués. Algunos años la navegación resultaba plácida e inocente, aunque fuese larga e incómoda. Una vez superado el cabotaje de Tamariu, enfilábamos el cabo de Begur como si fuesen las columnas de Hércules de nuestra aventura anual. Los caminos que conocíamos de memoria por tierra, aparecían ahora desde otra perspectiva. Cada año renovábamos la sensación de que la auténtica boca del escenario del paisaje es desde el mar, como si recorrerlo el resto del
año a pie representase apenas transitar las bambalinas, el patio interior.
Las cuatro millas de la playa de Pals se hacían inacabables por poco que el viento se opusiera, zarandeados fuera puntas, calados y acurrucados sobre la orla de la barca, sin refugio posible. Nos cargábamos de paciencia hasta vislumbrar la elipse perfecta del golfo de Roses, algunos días con la majestad de la montaña del Canigó como telón de fondo. 
Una vez rodeada la silueta rocosa del Gato, en Cap Norfeu, desembarcábamos y nos instalábamos una semana en Cala Jóncols, acampados en una cueva natural de la adyacente playita del Canadell, a fin de librarnos a un ocio contemplativo y polinésico.
En todo el sector de Cala Jóncols, a medio camino entre Roses y Cadaqués por la vieja pista de tierra, la ley estaba controlada por José Gómez Rodríguez, nuestro amigo Pepe, empleado y luego propietario del hotel situado en el lugar, conjuntamente con su hermano Juanma y la madre Rosario Fernández en los fogones (ahora lo llevan sus hijos Juanma y Michael Gómez).
Era una ley sui generis, claro está, aunque perfectamente establecida. Nos conocía, nos dejaba estar en la cueva y nos proporcionaba el agua dulce necesaria. 
De hecho Pepe podía tener encontronazos entre su ley y la ley general, encontronazos que a veces salían en los diarios. Era un andaluz enclenque y vivísimo, visiblemente tuerto, de una desenvoltura que le llevó a prosperar. 
La playita de la cueva solo tenía acceso por mar, por lo tanto la vida gravitaba alrededor de la barca. Al atardecer salíamos a calar alguna vieja pieza de red, en los márgenes de tolerancia de la ley. De vez en cuando cogíamos una langosta pequeña y unos cabrachos feroces y carnosos. 
Los suquets del día siguiente al fuego de leña, cocinados bajo estricta normativa de ingredientes básicos, desprendían un perfume ditirámbico y sublime. Las siestas resultaban puro nirvana intangible. 
Por la tarde acudíamos con la barca a por agua dulce a Cala Jóncols y a saludar a Pepe. Generalmente lo alargábamos hasta Punta Figuera para pescar unos cuantos sardos. Con una piedra en la mano machacábamos anchoas sobre los salientes de las rocas y los sabrosos trozos arrastrados por las olas hacían subir a flor de agua los enjambres relampagueantes de sardos, que se dejaban coger con el anzuelo, casi al robo.
La cena volvía a ser suculenta, dentro de las mismas normas de dieta.  Por la noche nos zambullíamos en el agua mansa de la playita para ver chisporrotear sobre nuestra piel el fenómeno luminiscente del plancton, como no he vuelto a verlo jamás en ninguno de los siete mares del mundo. Jugábamos a abrazar las partículas luminosas que se adherían a nuestro braceo, maravillados y atónitos. La luna dibujaba sobre la ondulación del agua de Cap Norfeu un surcos metálicos irisados, diamantinos.
El plancton lucía sobre nuestra piel durante el baño nocturno con  más ilusión que ningún diamante de la joyería Tiffany’s. A la salida del agua se imponía una ataraxia melancólica, un deseo de fundirse en el paisaje para siempre.
Las madrugadas eran silenciosas y lentas, hasta que un rayo de sol anaranjado desperezaba el pequeño escenario y nos impelía con la expectativa de levantar la red a punta de día,  a la búsqueda de la langosta viva del almuerzo. Pepe nos miraba de lejos con una sonrisa maliciosa y comprensiva, acostumbrado a los deleites ingenuos de los Robinsones de las vacaciones pagadas.
Ahí aprendí algunas lecciones de peso, algunos de los conocimientos básicos imprescindibles. Por ejemplo sobre el plancton luminiscente, como no he vuelto a encontrarlo jamás en ninguno de los siete mares del mundo.

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