15 nov 2017

Le pierdo el ritmo a Nueva York y no sé si la echo de menos

Charles Baudelaire dice en su poema El cisne: “El viejo París se acabó: la forma de una ciudad cambia más deprisa que el corazón de un mortal”. La ciudad que cambia más deprisa debe ser Nueva York, por naturaleza. Capital del mundo al precio que sea, capital del capital, capital de capitales habitada apenas 350 años atrás por una tribu de indios en taparrabos cuando las metrópolis europeas ya encauzaban la revolución industrial. Hoy lo lidera casi todo desde la cumbre de un Olimpo compacto de edificios que se definen por la pretensión de rascar el cielo a fin de desafiar no se sabe bien a quién, superar no se sabe bien qué, engrandecerse no se sabe bien cómo. Las tres cuartas partes de la población se las apaña. La última cuarta
parte vive por debajo del umbral de la pobreza. La proporción se considera globalmente positiva.
No le sigo el ritmo a Nueva York. Aun recuerdo con precisión, como si se tratara de una antigüedad, las Torres Gemelas abatidas a raíz del atentado del 11 de septiembre de 2001 (tres mil muertos). Las recuerdo por la escena milagrosa de la ascensión de los oficinistas que me gustaba ir a contemplar a primera hora de la mañana.
Trenes de cercanías y metro descargaban miles de commuters al mismo tiempo en la estación situada bajo las torres que acogen a 50.000 empleados y 70.000 transeúntes cada día. El alud de oficinistas al galope se desbocaba cada mañana a hora fija, a lo largo de la corta distancia comprendida entre los andenes de la estación y las respectivas mesas de despacho. La estimación numérica me parecía muy corta ante lo que presenciaba en vivo, un espectáculo de evolución de masas como ya no mueve ningún ejército ni ningún productor de cine. 
Aquel espectáculo reservaba un instante prodigioso: los quince segundos contados durante los que cada remesa del magma humano se inmovilizaba en un orden perfecto sobre las diez escaleras mecánicas paralelas que comunicaban los andenes inferiores con el primer vestíbulo del edificio. Al acceder a los peldaños automáticos, las miles de unidades humanas en frenético movimiento se detenían de golpe, por unos cortos momentos, en minuciosa formación de diez de frente. Se abandonaban a un nuevo milagro de la ascensión desde la cripta de la tierra hasta las cumbres que pretenden rascar el cielo. 
Adquirían en aquellos segundos una levitación majestuosa y sosegada, prevista, automática. Al abandonar las escaleras mecánicas regresaban al hormigueo caótico de la nueva Babel, gobernada en realidad por la férrea brújula del reloj de fichar. Cada punto infinitesimal del océano de cabezas, corbatas y medias negras sabia a dónde se dirigía con una exactitud sin fisura. Les esperaba una silla concreta, en un lugar estrictamente delimitado, a una hora precisa. 
Muchas mañanas a primera hora iba a maravillarme ante el espectáculo de la ascensión, acodado en la baranda del vestíbulo superior. Hasta que un día abatieron ambas torres y sepultaron a sus habitantes. Ahora los oficinistas ya han vuelto, yo no.

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