18 abr 2018

El claustro del monasterio de Santa Maria de Lluçà como excusa de ayer

Ayer nos escapamos con Joan Anguera hasta el monasterio de Santa Maria de Lluçà porque dice que un día se sintió feliz en su recoleto claustro románico. El historiador y conservador que vive ahí todo el año, Joan Vila, nos enseñó el interior con todo detalle, incluidas las pinturas murales narrativas del siglo XIV, que eran como el You Tube de la época. A mi suelen gustarme más los exteriores, sobre todo en Lluçà. El topónimo deriva del genitivo latino lux-lucis (de la luz) porque aquí arriba no domina la neblina del llano de Vic. En efecto, ayer el sol lucía más aun que el Pantocrator románico,
igual de auténticos. El altiplano del luminoso Lluçanès también se halla actualmente impregnado por los purines de “l’aristocarnia”, la red de grandes empresas de producción intensiva que han sustituido a las explotaciones familiares. El Lluçanès suma 8.000 habitantes y 250.000 cerdos.
Los purines contaminan el terreno y los acuíferos al ser vertidos por los tractores-cisterna en los campos, una opción más barata a corto plazo que llevarlos a las plantas depuradoras. El problema no son los cerdos, sino el modelo de producción y la actitud permisiva de las autoridades. 
En realidad la visita al claustro de Santa Maria de Lluçà era la excusa formal de nuestra salida de ayer. Frente por frente opera la Fonda La Primitiva. Algunos días convoca comidas y cenas con pequeño concierto de música en vivo: hasta junio próximo organiza el Ciclo de Mujeres que lleva como lema “Estamos cansadas de hacer los coros”. Los platos son de cocina catalana, aunque mucha atención al churrasco con salsa chimichurri de la propietaria, cocinera y cantante argentina Angélica Hernández, más conocida como la Kin. 
Solo abre los fines de semana, de modo que a la hora de comer nos refugiamos en el restaurante El Collet de Sant Agustí de Lluçanès. La carta y el menú del día son espectaculares: ensalada de dulce y amorosa cebolla con aceitunas, canelones con hoja de col (en lugar de pasta italiana), carrillera de cerdo fileteada a la brasa (con el hueso serrado al filetearla, no deshuesada) y de postre Panna cotta con mermelada de arándanos. Joan Anguera, más comilón que yo, pidió de segundo un civet de jabalí que presentaba una visible gravedad baritonal wagneriana. 
Puesto que no podemos tenerlo todo, dejamos para otro día el restaurante Cal Penyora del pueblo vecino de Santa Eulàlia de Puig-oriol, regentado por la abuela Emília Macià, su marido Ernest Erra y las hijas Àngels y Teresa Erra, hermanas del escritor Ramon Erra. La familia celebró en 2017 los primeros cincuenta años al frente del establecimiento. Los guisos de caza de la Emília son legendarios. El cordero de pasto (del rebaño del marido de Teresa) hecho “simplemente” a la brasa, de antología.
Los equivocados deben pensar que cocinar a la brasa constituye una práctica primitiva, elemental, despojada. En cambio algunos de los recuerdos más suculentos de mi memoria son de brasa pura y sapiencial. La brasa es el oxígeno de la cocina, su elemento más vital, delicado y noble, aunque nos cueste admitir el valor de la simplicidad. 
Los auténticos monasterios de nuestro patrimonio también son estos activos establecimientos de comidas.

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